Tenía miedo de faltar y de que nadie leyese las tundras que deparé para la diversión, de que nadie supiese de la intensidad que lanzaban mis versos a la yugular, directo al estómago y a los genitales, para hacer amar, para desesperar. Temía que nadie supiese de la locomotora que surgía de mi garganta, de los temblores en mis dedos que me hacían escribir a la muerte y a la diosa que me permitió ser de cacao y veneno. Temía morir sin que nadie fuese ofendido por mis rumores, temía no ensangrentar ningún oído, temía no dejar mojados a unos cuantos y no poder jamás seducir con esperanzas a las mujeres. Temor infame que me rodeaba. Temor de cerrar todo sin hundir a nadie en la marea de peces que contenía en mí, peces dulces y hambrientos.Horror mío de asfixiarme con la muerte del cerdo y no dejar en nadie la chispa de mi menjurje selvático.
El horror se tornó sublime, una delicadeza al caer el sol sobre los cuerpos amontonados entre los que me encontraba. No importaba ya. ¿Qué sabía yo de las cuencas del hombre de a lado, o de las escamas de otros tantos? Nada, desconocía a toda la humanidad, a las mujeres que me ceñían de los brazos, a los niños que conmigo querían jugar. Horror pequeño. El sol nos escupía igual, la lluvia nos inflaba igual. Mañana sería mío y del mundo también, las flores se secaban con amabilidad. Delicado murmullo del día, pasó y se volvió ayer. Hinchados y deshechos, unos fueron primero. Delicado y singular fue aquél despertar.
Brenda Marcela R.M.
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