Todos tenían un santo al cual rezarle. Eunice, incluso, había optado por un Arcangel. Ella decía que era ideal para un poeta, creo más bien que era ideal para su misticismo. Yo me sorprendí, en más de una ocasión y como la mayoría de la gente, hablando sola. El eco de mi voz se alojaba en las esquinas de la casa. Me reprendía yo misma "callate tonta". Mi deseo de destrucción: latente. Ardía por romper un par de orejas y morder el pecho de ese que no me entendía, aquél experimentadísimo hombre que me desdeñaba. Quizás yo por pensar demasiado me había hecho una imagen de él como un ser malévolo. A la vez lo deseaba y cada vez más porque ahora estaba lejos. Mis energías además, menguaban, no daban para destruir gran cosa, apenas podía abrir los ojos y disponerme a servirme un tazón de cereal.
Los días eran oscuros a mediados del siglo. Las cosas en el mundo no parecían ir muy bien. Transeúntes se arrodillaban y persignaban a cada momento. Las calles eran inevitables paseos de desconfianza. A veces desaparecían unos y se recriminaban entre cuadrillas la culpa. La gente armaba su fe ante crucifijos y rezos. Yo no tenía ángeles ni santos cubriendo mi espalda. Ninguno de ellos para despotricar mi maleza. Ninguna tragadora de mierda para purificarme. Ni siquiera abrazaba el ateísmo ni me aproximaba a las energías elementales del mundo. Entonces pensé en inventar algo, me dije, ¿qué hay de malo en inventarse una divinidad si es lo que se ha hecho siempre? Un santo ideal para fornicar, para hablar con él y dormir acompañada. Un amante,sí, nada exigente, pero al cual le puede demandar atención, un compañero ideal.
Comencé a inventarlo. Su génesis: mis sienes, le pusé un par de mis cabellos y armé una figurita con migajón, después lo embadurné contra mi pecho para que tuviera un olor ácido. Un altar me pareció inadecuado, busqué una esquina donde la humedad dibujaba círculos concéntricos, sitio perfecto para rendirle devoción. Ahi, sobre el suelo, coloqué la figurita, me sentaba frente a ella para observarla y reírme. En ocasiones parecía reírse también. Qué más se podía pedir. El ruido crecía en las calles. Todos opinaban, daban una versión de los males del mundo y decían qué hacer para que las calles no se cayeran a pedazos mientras pisaban fuerte las banquetas y gritaban tan alto que los pajarillo caían muertos.
Me internaba en la casa con mi invención, mi santo de migajón. Si quería sentir el calor de mi santo debía cerrar los ojos, e imaginarlo más guapo que el monito de migajón. Una vez que su imagen se apoderaba de mi mente sólo debía llamarlo "ven, querido, ven a mí"y la casa olía a cítricos algo muy próximo a la toronja. Su olor, su proximidad. "Abrázame" y lo hacía sin cansarse de tocar mi piel, sin irse hasta que fuera mi voluntad, sin darme la espalda. Sentía al sol posarse sobre mí, internarse en mi piel por cada poro. Como si los rayos del sol tomaran su forma, la forma varonil de mi santo y entraran en mí.
A veces el deseo de destrucción era intenso, lo calmaba contándole a mi compañero mis ideas. Las terribles fantasías que deambulaban en mi mente: yo en el borde de la desesperación me había arrancado todos los cabellos, los había envuelto en un trozo de papel estraza para regalárselos a aquél, el hombre altanero, para que se hiciera un té. Le había arrancado las orejas a mi gato para ponérmelas en Halloween. Le contaba esto a mi entidad, a mi compañero invisible y luego caía dormida.
Fueron buenos días para mí, luego estalló la guerra. Nadie a quien llamar ni decir adiós. No entendí si fueron los gringos los que comenzaron o si Europa contra los árabes encendió la trifulca, al final todos sacaron sus armas nucleares y la gente empezó a morir. El mundo se llenó de bonitos estallidos, la tierra se libraba de la humanidad. Abracé a mi santo. Tenía sus cualidades. Me internaba en sueños, me daba alivio con el viento. Me hice ovillo bajo las escaleras. Ya venia la muerte con cara de gas cósmico.
BrenMar