Como las rocas del acantilado huelo el mar. Mi ombligo es la prueba de que fui arrojada de la misma manera y al final, estoy como tú: muriendo con sonrisa en rostro entre la arena.
¿Quién midió distancias entre nosotros? ¿Quién nos puso número y caducidad? No mentiré. Soy tan muerte como los cerdos de la granja -el futuro jamón del que se alimentarán mis hijos-. Caigo como los ciervos que pastan, soy el alimento de las ranas, la lluvia que bebes, vengo de las mieles de mis padres para darte cariño, este dulce cariño que se desprende como un grito y se adhiere a tus orejas. Relego hedor, risas disparatadas entre los espacios de mis dientes, sostengo tu cuerpo, hombre mío, con la luz de los manteles que me visten.
Provengo del material de las estrellas, dicen, soy de la sangre de Eva, dicen. Déjame darte la versión de mi corazón pervertido, él quiere explicarte sin palabras, abrirse con su tono obsceno y dejarse caer allí donde no es necesario llevar nombre, allí donde el sacrificio retoma su valor y los dioses nos acogen.
Nacimos con el mismo rayo partiéndonos el vientre. He ahí la luz, esa luz toda que buscas está en mis entrañas y va a ti, la sentirás de mi voz, oirás el cobijo del aliento, oirás la canción que no sé pronunciar, el poema que pensé para ti, no sabrás de dónde viene, y por la terraza viajarán mariposas. Los dedos de tus sueños te pellizcarán las costillas y tu hijo bailando en el barandal te preguntará dónde has estado.
Te construiré otra vez, mil veces si es necesario. La palestra, el escenario para tu café estará esperando para formarte y dejarme verte con el ceño fruncido y los labios de niño.
Brenda Marcela R.M.
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