Ya no escupía palabras (por años lo había practicado con ahínco, pero no más).
El odio, la desesperación surgían de mis adentros, desde mi estómago hasta mis piernas, se discurría por mi pecho y mi sexo. Un vértigo excesivo e intangible ¡cómo arrancarlo? Gritar, decir algo de aquel rencor ardiente, no podía. La exasperación me tomaba. Se me dificultaba decirlo, decir cuánto oscuro fervor se balanceaba en mi pecho. Estaba cansada de hablar. Se pudrió mi hígado, después de que mi estómago comenzó a agonizar. Entonces pensé, ¡para qué diablos quiero mi boca? No he de decir jamás una palabra al enfurecer, ¡para qué si no saldrán de nuevo insultos podridos?
Fue precisamente después del mal tiempo, hacía calor. Dejé de hablar, mi lengua se volvió flácida se pegó al paladar y a los dientes. Cogí la aguja curva que usan para coser telas gruesas. Ensarté un estambre de colores, azul, morado y rojo. Me zurcí los labios, los gruesos y largos labios que me encubren el rostro. Callé, para siempre. Qué bonita, como una muñeca antigua. Mis ojos se hundieron en lágrimas y me contemplé durante horas frente al espejo, la sangre manaba alegre. Recordé, —mientras el sol amarillento se colgaba de mi piel, mientras mi reflejo era algo difuso por la vejez y suciedad del espejo —, cuando le dije a mi triste perro humeante que lo odiaba, que odiaba al mundo. Entristeció desde entonces la habitación.
El odio, la desesperación surgían de mis adentros, desde mi estómago hasta mis piernas, se discurría por mi pecho y mi sexo. Un vértigo excesivo e intangible ¡cómo arrancarlo? Gritar, decir algo de aquel rencor ardiente, no podía. La exasperación me tomaba. Se me dificultaba decirlo, decir cuánto oscuro fervor se balanceaba en mi pecho. Estaba cansada de hablar. Se pudrió mi hígado, después de que mi estómago comenzó a agonizar. Entonces pensé, ¡para qué diablos quiero mi boca? No he de decir jamás una palabra al enfurecer, ¡para qué si no saldrán de nuevo insultos podridos?
Fue precisamente después del mal tiempo, hacía calor. Dejé de hablar, mi lengua se volvió flácida se pegó al paladar y a los dientes. Cogí la aguja curva que usan para coser telas gruesas. Ensarté un estambre de colores, azul, morado y rojo. Me zurcí los labios, los gruesos y largos labios que me encubren el rostro. Callé, para siempre. Qué bonita, como una muñeca antigua. Mis ojos se hundieron en lágrimas y me contemplé durante horas frente al espejo, la sangre manaba alegre. Recordé, —mientras el sol amarillento se colgaba de mi piel, mientras mi reflejo era algo difuso por la vejez y suciedad del espejo —, cuando le dije a mi triste perro humeante que lo odiaba, que odiaba al mundo. Entristeció desde entonces la habitación.
Permanecí pertrechada en
el fondo de mi oscuro yo. Pronto creció más mi locura irascible hacia todos, incluso hacia mi ridícula cara. Mutismo absoluto. Cuando quise hablar ya no se pudo. Ahora mi
boca tenía un adorno bello. Nada de palabras o silencio, sólo colores.
Brenda Ramírez
No hay comentarios:
Publicar un comentario