Soy una niña muerta. Me despido, debí verte ayer, se hizo tarde. No soy libre ¿O sí? En todo caso incapaz. Muero en esta
ancianidad prepotente, a mis arrugas se las comen las polillas. Detesto mi paso
por esta vereda asquerosa. No la soporto, no te soporto a ti, espejo infame.
Ojalá fueran malvadas las palabras que escupo en tu frente. No me interesa que me
maten ahora. Pero qué cobardía más grande, me da miedo pecar en la sombra
de Dios y que lástima le doy. Me da miedo terminar con los dedos necrosados y
la vista cansada en el ataúd.
Niña muerta. He querido tontamente regresar a mis
juegos bajo el sol de otoño, con el lodo entre mis dedos y respirar el susto de
antaño. No éste que sí hace daño. He querido, y recordé que yo imploré estar
aquí, realizándome para no ser nada. Púdrete, así debe ser, púdrete.
Soy una niña muerta. Sigo llorando, reminiscencias aún crepitan
en mi pecho, gritan y tiemblan con la fuerza más honda. Lloro como cerdo
en un matadero común, y como un pajarito cojo en las fauces de los perros
grises, lloro con mi instinto animal
brotando en mis venas, desposeída de dignidad. Me he callado, pero aún lloro con
las vertientes en mi interior pasmado, reventaré. Por eso explotan los
cadáveres, lloran y no lo saben.
Brenda Ramírez
No hay comentarios:
Publicar un comentario